Hubo una vez una leona muy feroz que vivía en un bosque. Aquella leona era tan fiera, tan fiera, que el resto de animalillos del mismo vivían asustados evitando cada día el cruzarse con ella.
Y es que la leona se dedicaba a cazar cachorros de todas las especies para saciar su hambre y sin preocuparse ni un momento por la tristeza que aquello pudiera generar en sus vecinos. La leona consideraba que no había carne más rica y suculenta que la de los cachorrillos del bosque y se dedicaba a perseguirlos y a amenazarlos de día y de noche. Tampoco respondía a las súplicas de sus vecinos, que pedían constantemente a la leona que dejase de atemorizar a sus cachorros. “¡Deberíais sentiros afortunados de que los prefiera a ellos antes que a vosotros!”, les respondía continuamente la leona.
Quiso la vida que, con el tiempo, aquella leona también tuviese cachorros. ¡Qué contenta se sentía al verlos crecer y sentirlos a su lado! ¡Cuánta compañía tenía! Adoraba jugar con ellos y el simple hecho de poder contemplarlos mientras se divertían o dormían plácidamente.
Pero un día, entre tanta felicidad, llegaron al bosque unos cazadores que pretendían apoderarse de sus pequeños cachorros. Cada vez que amanecía, la leona tenía que echarse sobre el lomo a los cachorros y hacer mil peripecias para escapar de aquellos temibles cazadores.
Cansada de esconderse y convencida de que ya no les quedaban a los cazadores muchos rincones por explorar, la leona decidió pedir ayuda a su vecinos los animales del bosque. ¡Qué desconsuelo y qué tristeza sintió la leona al ver que ni uno solo de sus vecinos abría la puerta de su casa! Y es que la leona no había tenido ninguna consideración con aquellos animales y el tiempo le pagó con creces su actitud.
Pero tranquilos, amiguitos, que los cachorros de la leona no sufrieron ningún daño, y comenzaron una nueva vida en otro bosque y con otra actitud: la de hacer muchos amigos y nuevos vecinos a los que querer y respetar por siempre.
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