Hace ahora un año estaba inscribiéndome para estudiar en la escuela de teología que tiene la Compañía de Jesús en Berkeley (EUA), la Jesuit School of Theology. Cuando estaba casi al final de todo el farragoso proceso, el sistema me pidió que seleccionase la región de la que procedía: Europa. A continuación, apareció una nueva ventana desplegable que preguntaba por mi raza. Debía escoger entre blanco o latino. Primero me indigné y, después, me quedé helado. Primero pensé “¿cómo se atreven a pensar que no soy blanco?” Después me vinieron a la mente vagones repletos de personas acinadas en dirección a un campo de exterminio por haber sido etiquetadas con una raza determinada, o personas matando a otras personas después de comprobar que su complexión corporal o el ancho de su nariz o la forma de su cabeza les hacía de una etnia u otra. Pero lo que me heló la sangre fue darme cuenta de que me había indignado que alguien supusiese que yo podía ser latino y no blanco. ¿Por qué no me indignaba que pensasen lo contrario, que podía ser blanco y no latino?
Hace algo más de una semana murió una persona desarmada, esposada, en el suelo y boca abajo, a la que otra persona le estaba presionando el cuello con la rodilla. Según una de las autopsias que se le han hecho, la persona que estaba en el suelo murió ahogada. Se llamaba George Floyd. A falta de lo que dicte un juez, todo apunta a que se trata de un asesinato. También lo parece por lo que se puede ver en el vídeo que alguien gravó sobre lo ocurrido. Esto pasó en Minneapolis, una ciudad al norte de Estados Unidos. Y se da la circunstancia que George Floyd tenía la piel negra y que la persona que estaba apoyando su peso sobre el cuello de la víctima era un policía.
Los últimos días se han sucedido protestas en muchas ciudades de Estados Unidos y del resto del mundo para denunciar que George Floyd murió porque le ahogaron en vez de solamente inmovilizarle, y que le ahogaron en vez de solamente inmovilizarle porque era negro. Por supuesto, los mensajes que recibimos como “espectadores” de lo que pasa en el mundo son muy variados (si no, no estaríamos en la era de la desinformación): es cierto que ha habido violencia en algunas de las manifestaciones al igual que es cierto que la mayor parte de las protestas que se están llevando a cabo no son violentas. Es cierto, también, que no todo Estados Unidos está en llamas o en toque de queda, aunque sean más de cien las ciudades del país donde ha habido distintos actos de protesta. Es cierto, también, que, como pasa en multitud de manifestaciones, muchos grupos (también de signo contrario a los manifestantes) intentan “reventarlas” para conseguir que generen violencia o desacreditarlas. Pero todo esto puede distraer del fondo de lo que pasa: el racismo como causa de la injusticia.
Cuando en mi escuela de teología me preguntaron por mi raza, tuve que preguntarles de qué raza me consideran. En Europa es mucho más común preguntarse por la clase social, quizá. No obstante, tanto en Estados Unidos como en Europa, los grupos de población con unos rasgos físicos comunes (lo que se considera raza), el nivel de renta, el nivel cultural, el país de origen, etc., se confunden y se entremezclan. Y, todas estas características están relacionadas con la injusticia.
Por eso, es necesario preguntarse, por ejemplo, por qué, siendo el 12% de la población total, los afroamericanos son el 60% del total de la población encarcelada en Estados Unidos. ¿Es la gente con la piel negra más propensa a cometer crímenes? La ciencia nos dice claramente que no. Quizá, la estadística tiene más que ver con este dato: por cada 6 dólares que tienen los blancos, los afroamericanos tienen solamente 1. ¿La pobreza es la causa de la discriminación que sufren los afroamericanos o es la pobreza la consecuencia de un sistema que los discrimina? Seguramente, las dos afirmaciones son ciertas y se retroalimentan.
Pero nos estaríamos equivocando si pensamos que este es un problema del “salvaje oeste” americano. En la base del racismo encontramos la generalización y el estereotipo. Y debemos reconocer que la generalización y el estereotipo están, también, muy presentes entre nosotros. Todos los de allí son unos “vagos”, o “insolidarios”, o “incultos”, o “prepotentes”. “Nos quieren quitar el trabajo y se quedan con nuestras ayudas”. “Vigílale porque en esa religión son todos unos fanáticos”. Todos tenemos el mismo problema disfrazado de pretextos distintos.
Curiosamente, en el proceso de inscripción a mi escuela de teología, me preguntaron por mi raza para que me pudiese beneficiar de las ayudas a “las minorías raciales” y con fines estadísticos requeridos por el estado de California. Con todo, desde mi punto de vista, esa misma “protección” perpetúa el racismo porque clasifica según la raza (si es que eso realmente existe). ¿Sería posible vivir sin estar clasificados? ¿Son necesarios la generalización y el estereotipo? ¿Sería posible librarnos de la dictadura de las etiquetas? Supongo que si el ser humano recurre a la generalización es porque eso le ha permitido sobrevivir a lo largo de la historia. No obstante, en los estereotipos que manejamos encontramos una carga cultural e infundada profundamente injusta.
En unas sociedades como las nuestras, en las que la desigualdad es cada vez más patente, nunca podemos dejar de preguntarnos cuándo somos cómplices de la dictadura de las etiquetas. Las etiquetas generan desigualdad y discriminación y lo hacen a todos los niveles. Ciertamente, no todas tienen que ver con el racismo (ideología, religión, clase, cultura…), pero todas llevan, de un modo u otro, a la violencia. La misma violencia insufrible que hay en las imágenes de la rodilla de un sistema entero estrangulando hasta la muerte a un ciudadano anónimo.
Lluís S. Salinas Roca
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