El arrepentimiento de Dios
No puede no llamarnos la atención ese “arrepentimiento de Dios” con que concluye la primera lectura. En nuestro esquema mental, es Dios el que nos llama al arrepentimiento, mientras que aquí es un hombre, Moisés, el que intercede ante Dios y lo llama a arrepentirse de sus intenciones punitivas contra el pueblo. Si Dios se encoleriza de este modo, hasta el punto de querer destruir al pueblo que Él mismo ha liberado hace bien poco, es que ese pueblo ha cometido un pecado que “clama al cielo”. Es claro que no podemos tomarnos ese “arrepentimiento” de Dios al pie de la letra. Pero en esa imagen tan enérgica descubrimos la importancia del mediador para obtener misericordia. Es verdad que hay pecados que claman al cielo, hay muchas formas de idolatría, que, por alejarnos del Dios de la libertad y de la vida, nos esclavizan y nos conducen a la muerte. La voluntad de Dios, que es de liberación, de perdón y de vida, se encarnan y hacen visibles en la mediación del profeta que intercede por su pueblo y restablece la alianza.
El gran mediador entre Dios y los hombres, por el que obtenemos definitivamente el perdón de nuestros pecados es Jesús. Creer a Moisés implica aceptar a Jesús, del que Moisés y todos los demás profetas hasta Juan eran sólo una pálida figura. Eran, en realidad, testigos de su venida, de modo que escuchándolos a ellos de corazón no podemos sino aceptar a Cristo. Rechazar a Cristo revela una casi incomprensible ceguera en los que se consideran devotos cumplidores de las Escrituras.
Esa ceguera no es exclusiva de los fariseos o de los judíos: amenaza siempre al creyente y, por tanto, también a nosotros. El tiempo de Cuaresma nos invita con intensidad creciente a revisar nuestra vida, a hacernos conscientes de los ídolos que nos tientan, de los intereses indebidos que nos apartan del camino de la fe verdadera, nos ciegan para la escucha auténtica de la Palabra, nos impiden dar gloria a Dios, al que a veces usamos para glorificarnos a nosotros mismos. Todos estamos inclinados a formas sutiles de idolatría, de orgullo y vanagloria, que nos impiden aceptar de verdad a Jesús, por muchos actos religiosos que realicemos a diario. Intensificar la oración, a la que nos llama la Cuaresma, significa también purificar nuestros oídos y nuestro corazón para acoger sin condiciones la Palabra que Dios nos dirige cotidianamente, esa Palabra encarnada en Jesús, el mediador entre Dios y los hombres, y por, con y en el que nosotros mismos nos vamos convirtiendo en testigos y mediadores de la misericordia de Dios para nuestros hermanos, expresión, aunque imperfecta, de ese “arrepentimiento” de Dios, que renuncia al justo castigo y lo transforma en perdón y vida nueva.
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