Es fácil pensar que Ella, “que había guardado cuidadosamente todas las cosas en su corazón” (Lc 2,51) estaría en estos momentos recordando su vida junto a Jesús, su hijo. Esa vida que había sido un SÍ mantenido, a lo largo de toda su existencia, al plan de Dios sobre ella, y al plan de Dios sobre su hijo. Un sí que va desde el anuncio del ángel hasta la Cruz.
Nos detenemos en algunos momentos:
El SÍ en la anunciación. No temas, María, has hallado gracia ante Dios… Y ella respondió: hágase en mí según tu palabra. Sí, como tú quieras (Lc 1, 26-38)
Dijo Sí a los planes de Dios sobre ella, aunque no los entendiera. Sí a lo que su hijo era, a lo que su hijo iba a ser. "Siendo de condición divina, no se aferró a su condición de Dios. Sino que se despojó de sí mismo tomando condición de siervo haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su porte como hombre; y se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz. Por lo cual Dios le exaltó y le otorgó el Nombre, que está sobre todo nombre." (Flp 2,6-11)
El SÍ en la Presentación de Jesús en el templo. Los padres van con Jesús para cumplir lo que la Ley prescribía sobre él, el anciano Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo: “Ahora, Señor, puedes, según tu palabra, dejar que tu siervo se vaya en paz; porque han visto mis ojos tu salvación, la que has preparado a la vista de todos los pueblos, luz para iluminar a los gentiles y gloria de tu pueblo Israel. Su padre y su madre estaban admirados de lo que se decía de él. Simeón les bendijo y dijo a María, su madre: “Éste está puesto para caída y elevación de muchos en Israel, y para ser señal de contradicción ¡y a ti misma una espada te atravesará el alma!” (Lc 2,27-35)
“Te traspasará el alma”, dijo el anciano Simeón a la madre. Parece que esta frase ha sido conservada en la antigua comunidad judeocristiana como palabra tomada de los recuerdos personales de María. La oposición contra su hijo, lo que el Hijo había sufrido a lo largo de su vida, afectó sin duda a su madre “como una espada que le partía el alma”. (Cfr. Benedicto XVI, La infancia de Jesús)
La Mater Dolorosa, la Madre con la espada en el corazón, es el prototipo de la Madre que sufre con nosotros, como Jesús sufría con el dolor de los pobres, los enfermos, las viudas, los que “estaban como ovejas sin pastor… y, al verlos, se le conmovían las entrañas”.
Se les pierde el niño. Encuentran a Jesús al tercer día… “Hijo ¿Por qué nos has tratado así? Mira que tu padre y yo te buscábamos angustiados… Él les dijo: Y ¿por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en la casa de mi Padre? Ellos no comprendieron la respuesta” (Lc 2, 46-48)
Momentos angustiosos en los que María volvería a sentir algo de “la espada” que Simeón le había anunciado… y “conservaba todo esto en su corazón”. Acepta en la oscuridad la misión de su hijo. Vive de la fe en la Promesa.
La fe de María es una fe en camino, una fe que se encuentra a menudo en la oscuridad, y debe madurar atravesando la oscuridad. María no comprende las palabras de Jesús, pero las conserva en su corazón y allí las hace madurar poco a poco (Cfr. La infancia de Jesús, pág. 129)
Por eso ella es la gran creyente: “Dichosa tú que has creído” (Lc 1,45), le dirá su prima Isabel.
Junto a la cruz de su hijo. “Junto a la cruz de Jesús estaban su madre, la hermana de su madre, María la esposa de Cleofás, y María Magdalena. Cuando Jesús vio a su madre, y a su lado al discípulo a quien él amaba, dijo a su madre: Mujer, ahí tienes a tu hijo. Luego dijo al discípulo: Ahí tienes a tu madre. Y desde aquel momento ese discípulo la recibió en su casa” (Jn 19,25-27)
Jesús crucificado se dirige a su madre y la proclama madre de su discípulo amado. Ella debe cuidar de él como una madre cuida a un hijo. Juan necesitaba especialmente ser cuidado para permanecer fiel en los momentos de dificultad; firme en la fe en Jesús y sintiendo la fuerza de su Espíritu.
Y al discípulo le dice: ahí tienes a tu madre, recíbela en tu casa.
Nosotros hoy le decimos que queremos recibirla en nuestra casa. Nos quedamos junto a ella y le abrimos nuestro corazón. A nuestra Madre podemos expresar y confiar todo: nuestras necesidades, dificultades, ilusiones, temores y esperanzas.
“Ella vivió como nadie las bienaventuranzas de Jesús. Ella es la que se estremecía de gozo en la presencia de Dios, la que conservaba todo en su corazón y se dejó atravesar por la espada (...) Ella no acepta que nos quedemos caídos y a veces nos lleva en sus brazos sin juzgarnos. Conversar con ella nos consuela, nos libera y nos vivifica. La Madre no necesita de muchas palabras, no le hace falta que nos esforcemos demasiado para explicarle lo que nos pasa. Basta musitar una y otra vez: Dios te salve María…” (Papa Francisco, Gaudete et exsultate, nº 176)
Nos quedamos junto a Ella, hacemos silencio y oramos
Canto: Ahí tienes a tu Madre (hna. Glenda)
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