SANTIFICADO, SANTIFICADOR, SANTIFICADOS
Jesús, elevando los ojos al cielo, comienza su oración pronunciando: «Padre Santo». Una invocación con la que recuerda y subraya que su origen (Padre) está en el Dios trascendente, «fuera» o diferente del mundo y de sus criterios (Santo). Y también que ese Padre Santo es su destino definitivo («ahora voy a ti»). Fue el Padre quien le envió al mundo para salvarlo («tanto amó Dios al mundo»), y a tal fin, Jesús mismo fue «santificado», es decir, que recibió el Espíritu del Amor (recordemos su Bautismo en el Jordán, y de paso también nuestro propio bautismo), que le hizo experimentarse en todo momento como «hijo amado del Padre». Así Jesús queda «santificado» o «consagrado» a Dios, para poder llevar a cabo la misión encomendada: hacer presente en el mundo el Amor de Dios, y transformarlo todo con los criterios, y los deseos de Dios, ese proyecto que llamamos «Reino». Así también él será «santificador», como su Padre. Jesús santificado, consagrado por el Padre será santificador, encargado de consagrar el mundo.
Cuando decimos que algo (o alguien) es «santo», estamos diciendo que pertenece al ámbito de Dios, que Dios se hace allí presente de alguna forma, que a través de ese algo o alguien encontramos a Dios. Jesús es el «Santo» por excelencia, porque él es la presencia y la revelación de Dios en nuestro mundo, que llegará a su punto culminante en la «hora» de su muerte y resurrección.
Entonces se mostrará lo que significa que Dios es Amor, que Dios es Vida, que Dios Salva... y también sabremos cuál es la plenitud y el destino del hombre, al ser totalmente «santificado», lleno de Dios. Es lo que aquí se llama «la Verdad»: santifícalos en la Verdad.
Por eso, cuando Jesús ora pidiendo al Padre Santo que los suyos sean consagrados en la verdad, está pidiendo por una parte que entren en nosotros, hasta el fondo, transformándonos, los valores y criterios del Evangelio y haciéndonos evangelizadores, portadores de Dios... Pero a la vez está rogando para que haya una profunda intimidad personal, una comunión plena con el propio Jesús, que es la Verdad.
Dicho con otras palabras: perteneceremos a Dios, seremos santificados, santos y santificadores, como el mismo Jesús, y mantendremos en nosotros los criterios y valores de Dios... en la medida en que mantengamos la comunión, el Amor de Dios en nosotros (precisamente ese Amor es el Espíritu). Como dice el propio Jesús: Tu «palabra» es verdad (el Evangelio), pero también tu «Palabra» (Jesucristo) es verdad.
Así entendemos la oración y el deseo de Jesús: «Que sean uno». La intimidad-unidad de Jesús con el Padre Santo le ha resguardado, apoyado y guiado en su tarea en el mundo. Y los que somos enviados por Jesús y en su nombre, sólo saldremos adelante en nuestra misión si mantenemos la unidad con el Padre y el Hijo en el Espíritu... y ¡también la unidad entre nosotros! Mañana lo meditaremos.
Palabras densas, profundas, gozosas... no tanto para pensarlas o razonarlas, cuanto contemplarlas, orarlas, saborearlas despacio, y descubrirlas como claves de nuestro caminar cristiano de santificación. Para que ninguno de nosotros «se pierda».
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